Que mejor acto conmemorativo para
recordar a Manuel Gómez Morin, en el aniversario número 118 de su natalicio, que
recuperar sus palabras y mantener vivas sus reflexiones sobre el México que
vivió. Desde un marco
celebratorio de muchos de los acontecimientos de la Revolución mexicana, que
como proceso histórico definió el México contemporáneo; hoy, y en este tenor quiero
retomar la fecha de 1915. Esta fecha es para Gómez Morin el año fundacional de
nuestro México.
En 1927, Manuel Gómez Morin publicó
su ensayo 1915. Año catártico para
México, porque desde su perspectiva: “Del caos de aquel año nació la
Revolución. Del caos del aquel año nació un nuevo México, una idea nueva de
México y un nuevo valor de la inteligencia en la vida”.
A decir, de Gómez Morin en esos
días, su maestro Antonio Caso labraba su obra “abriendo ventanas espirituales
imponiendo la supremacía del pensamiento, y con ese anticipo de visión propio
del arte, […] González Martínez recordaba el místico sentido profundo de la
vida, Herrán pintaba a México, López Velarde cantaba un México que todos
ignorábamos viviendo en él”. Así, con la fuerza creativa de estos mexicanos, dice
Gómez Morin, “nos dimos cuenta de insospechadas verdades. Existía México. México
como país con capacidades, con aspiración, con vida, con problemas propios”.
En su ensayo, Gómez Morin escribió
que en 1915 se percibía un horizonte que apuntaba más hacia la certeza del fracaso
revolucionario, “con mayor estrépito se manifestaban los más penosos y ocultos
defectos mexicanos y los hombres de la Revolución vacilaban y perdían la fe,
cuando la lucha parecía inspirada nomás por bajos apetitos personales.” De un
horizonte desolador como el que traza el autor en sus páginas, también se
abrazaba la esperanza, porque “empezó a señalarse una nueva orientación”. Esta
nueva orientación incorporó los postulados revolucionarios, muchos de ellos el
corazón mismo de la Revolución: como fueron la cuestión agraria y el problema
obrero, también, dice Gómez Morin, en ese tiempo “nació el propósito de
reivindicar todo lo que pudiera pertenecernos: el petróleo, la canción, la
nacionalidad y las ruinas”.
Este camino delineado sería
transitado bajo la guía de “las nuevas doctrinas predicadas entonces,
coincidiendo con postulados evidentes de la Revolución, encontrando campo
propicio en el desamparo espiritual que reinaba en México después de fracaso
cabal del porfirismo en la política, en la economía y en el pensamiento, y
justificaron e ilustraron el libre desarrollo de tendencias profundas que
animaban el espíritu revolucionario”. Sin embargo, la falta de una actitud
crítica, dice Gómez Morin, admitía cualquier postulado que en apariencia
“resolvía una situación cualquiera”, pero “resultaba contradictorio del
principio adoptado para entender o explicar otras situaciones. Y no sólo era el
tránsito de una tesis a otra. A menudo los intereses creados en torno de una
afirmación y a veces de un nombre nada más, obligaban a conservar ese nombre o
afirmación junto con sus contrarios. […] Lo que era más retórica polémica, se
postulaba como verdad absoluta”.
Para Gómez Morin este estado de
oscuridad intelectual, política y moral, tenía su raíz en “la falta de
definición”, que para él era “nuestro pecado capital”. Pero, a pesar de
“la aridez mental y moral, cada vez parece más segura y más inminente la revelación
de un sino, de un
peculiar modo de ser, de una íntima razón que impulsa la historia de México”.
De esta revelación que anunciaba un
destino, una forma de ser, una íntima razón que impulsaba el devenir del ser
histórico de México; surgía una “creciente claridad”. En su tiempo, esa
revelación llegó encarnada en la obra educativa y cultural de José Vasconcelos,
que fue interrumpida por “la turbulencia política”. “Pero, en realidad, dice
Gómez Morin, para retardar el advenimiento que esperamos, hay algo más fuerte
que los acontecimientos políticos”. Para él, lo que obstaculizaba este
advenimiento era la desvinculación en la que vivían los hombres que lo deseaban.
“Dispersos en la República, ignorándose unos a otros, combatiéndose muchas
veces por pequeña pasión o por diferencias verbales, hay millares de gentes –la
generación de 1915– que tienen un mismo propósito puro, que podían definir el inesperado
afán popular que mueve nuestra historia”.
Para Gómez Morin “una generación
resulta, en consecuencia, un momento en esta lucha entre el realizar y el
vivir, entre lo creado y el espíritu creador, entre lo que quiere ser y
permanecer […], entre el espacio –la obra- y el tiempo –el obrar.”
Para terminar este blog citaremos las
palabras con las que don Manuel termina 1915
y que están grabadas en su monumento en la Rotonda de las Personas Ilustres:
“El deber mínimo es el de
encontrar, por graves que sean las diferencias que nos separen, un campo común
de acción y de pensamiento, y el de llegar a él con honestidad –que es siempre
virtud esencial y a hora la más necesaria en México.
Y la recompensa menor que podemos
esperar, será el hondo placer de darnos la mano sin reservas”.
México, D.F. a 27 de febrero de 2015